Uno de los errores más comunes es confundir estos dos niveles y comenzar con el análisis crítico rechazando el sentir. Esto siempre trae malas consecuencias. Por ejemplo, al sentirse triste, uno se dice: “¡Vamos hombre!, no te pongas triste. Arriba ese ánimo; al mal tiempo buena cara”. Uno quiere sentirse mejor, pero ese auto-consejo sólo puede traer malas consecuencias. La represión de las emociones y el intento de forzarse a sentir algo que no se siente, es totalmente contraindicado. Mucho más efectivo es aceptar la tristeza, preguntarse qué la causa y qué puede hacer uno para sobrellevarla.
Lo fundamental es recordar que la emoción siempre está válidamente fundada en los pensamientos que subyacen a ella. No hay tal cosa como emociones malas o inconsistentes. Lo que puede suceder es que los pensamientos fundantes estén equivocados o sean destructivos. Pero para llegar a pensar de esa manera, primero hay que abrir el capullo de la emoción. Un capullo que se abre solamente con gentileza y aceptación, no con coerción y reproche. Una vez que los pensamientos son revelados, es posible encarar su análisis. Nunca antes. Algunos ejemplos familiares pueden ilustrar el proceso.
El hijo va llorando a los brazos de su madre, “¡Mamá, mis compañeros no quieren jugar conmigo!”. La respuesta equivocada es “Bueno, bueno, no es para tanto”. ¡Si no fuera para tanto, el niño no estaría llorando! La respuesta invalida la emoción del hijo y además lo hace dudar de su percepción interna. Esa duda es la base de toda pérdida de poder personal (riesgo de subordinar el criterio propio a las presiones externas de un grupo o al de un líder carismático, o a de una figura paterna o materna) y de la esquizofrenia (quedar atrapado en un dilema entre lo que siente y lo que “debería” sentir, en relación a una figura con poder, como es la de la madre). En cambio, la madre podría decir: “Entiendo que te duela cuando los demás te rechazan. Cuéntame, ¿Qué ha sucedido?”. La respuesta valida la emoción del hijo, y a la vez abre la puerta para un diálogo, en el que ambos podrán analizar hechos, pensamientos, emociones y posibles acciones correctivas.
Para comprender la emoción, para actuar la Aceptación Compasiva de la emoción del otro, es necesario trascender la idea de que hay emociones buenas (aceptables) y emociones malas (rechazables) o impulsos buenos y malos. Toda emoción puede ser una oportunidad para el crecimiento y toda emoción puede ser una oportunidad para el desastre. Es fundamental aceptar las emociones y los impulsos sin enjuiciarlos, ya que aquello que es rechazado o juzgado con todo rigor, suele ser reprimido. Los sentimientos que ponemos “en la lista negra” quedan relegados a la inconciencia y, como hongos en la oscuridad, crecen y se multiplican. Para trabajar estos sentimientos difíciles (normalmente considerados no aceptables) es necesario recibirlos primero, aceptarlos, tanto en uno mismo como en los demás.
La capacidad para observar las emociones y pensamientos sin juicio, demanda auto-compasión.
Un Líder que acepta compasivamente las emociones de los integrantes de un equipo, en vez de evaluarlas de manera crítica, intenta comprender qué siente el otro y ayuda a que el otro piense y por qué lo siente y lo piensa porque ya lo ha practicado consigo mismo y sabe cómo hacerlo. La compasión es la precondición de toda indagación abierta y genuina.
Para poder entender las propias emociones, uno necesita tratarlas con bondad y aceptación. Sólo así puede acceder a sus raíces y buscar formas saludables, íntegras y efectivas para resolverlos. Solo así puede un líder ayudar a los integrantes del equipo a gestionar sus propias emociones.
Por ejemplo, al ver a un compañero de trabajo decaído, usted se acerca y le dice “¡Arriba ese ánimo!, no te pongas así, que no es para tanto”. Tal vez tenga buenas intenciones, pero el resultado de tales acciones suele ser funesto. La persona decaída ahora no sólo se siente decaída, sino que además se cree invalidada, incomprendida, menoscabada y, por lo tanto, probablemente se enfade con usted. O uno nota que los empleados están asustados frente a cierto cambio y les dice “¡No se preocupen!, no hay nada que temer”. De nuevo, puede tener buenas intenciones, pero el resultado suele ser nefasto. La gente del equipo no sólo sigue sintiendo temor, sino que ahora además debe ocultar el temor y aparentar que no pasa nada. Esta represión genera estrés, incomunicación, resentimiento y más miedo.
Incluso para enfrentar el enfado, lo fundamental es aceptar la emoción ajena en forma incondicional, para luego poder indagar en las razones del enojo. Por ejemplo, alguien se acerca a uno y le dice: “¡Eres un desconsiderado!”. La primera reacción es defensiva. Uno quisiera decir “¡¿Cómo desconsiderado?! ¿Quién te dio permiso para venir a increparme de esa manera? ¿Quién te crees que eres?”. Aunque encuentre cierto alivio en reaccionar y dejar salir presión, esta estrategia rara vez tiene resultados felices. Mucho más productivo sería contestar: “Veo que estás enfadado conmigo, ¿Qué te hace pensar que soy un desconsiderado?”. Una pregunta de esta clase comienza el proceso de regulación y habilita un diálogo en el que se pueden indagar (y analizar) las interpretaciones del otro, sin invalidar sus emociones.